Notiblog

lunes, 7 de julio de 2014







EL MISTERIO DE LAS VÍRGENES NEGRAS

Por:  Jean Huynen


Como el conocimiento iniciático, los favores de la Virgen Negra era realmente las “luces de las noche”, unas luces misteriosamente dadas y recibidas en el seno mismo de las tinieblas. Esta idea estaba reforzada por la situación particular en que estaba colocada la efigie para la veneración de los fieles: una cripta (Chartres, Clermont, Guincamp, Marsella, Mont-Saint-Michel)… una iglesia “negra” (Manosque, Aurillac), o una capilla “gruta” (Rocamadour). Incluso en los casos en que la estatua no estaba directamente presente en alguno de esos lugares, siempre irí­a asociada a su santuario o a su leyenda uno de esos elementos oscuros, secretos, ocultos; criptas y grutas, pero también pozo sagrado, abismo, tumba o sarcófago…

Las Ví­rgenes Negras tení­an, por tanto, una cierta significación funeraria, dirán algunos. No obstante, lejos de aparecer como madonas de la buena muerte, nuestras estatuas eran ensalzadas como donadoras por excelencia de vida, de fertilidad, de fecundidad y de bienestar, como, por otra parte, indican suficientemente sus advocaciones: Nuestra Señora de la Buena Esperanza, de la Liberación, del Alboroto, de la Vida… Estos accesorios pretendidamentc “funerarios” no pueden explicarse más que por esta asociación con las catacumbas, las grutas o los subterráneos en los que los iniciados frecuentemente eligieron reunirse y trabajar, y más aún, en sentido figurado, con el sistema de pensamiento, con el método de adquisición del conocimiento del adepto que sufrí­a las pruebas iniciadoras…

El color negro de nuestras estatuas tiene, sin embargo, también otras significaciones mucho más precisas y mucho más claras.

Generalmente se admite que las Ví­rgenes Negras fueron la versión cristianizada de un culto antiguo, anterior al cristianismo, por supuesto céltico pero quizás aún mucho más antiguo. Por mi mismo, he llegado a esa certidumbre cada vez que he examinado y he estudiado una de esas estatuas.

Bajo diversas formas, a veces romanizadas, se adoraba en ellas, en nuestro paí­s, a una divinidad femenina, una especie de diosa-madre, de tierra-madre, o, más concretamente, a una Diosa-Tierra. A veces una de las advocaciones que designaba su representación sobrevivió y permaneció asociada a la Ví­rgen Negra, como en Chartres o en Longpont, Virgo Paritura, la Virgen que debe dar a luz.

Según lo que sabemos de ello, ese culto céltico y precéltico era posible descubrirlo, con un sentido y unos atributos comparables, en la mayor parte de las grandes religiones y mitologí­as de la humanidad; el culto de Isis, de Cibeles, de Deméter y de Ceres, pero asimismo advertimos su presencia en las grandes religiones americanas precolombinas o en numerosas mitologí­as africanas, por ejemplo.

Su contenido es triple: popular y milagroso, cosmogónico y naturalista, espiritual y religioso…

Como la tierra es de un modo natural fecunda, de una fecundidad siempre renovada, la Diosa-Tierra era particularmente invocada por las mujeres estériles que deseaban tener un hijo. Más tarde, las Ví­rgenes Negras siguieron teniendo esa reputación milagrosa de conceder la fecundidad y, por extensión, de ser protectoras de los niños de corta edad.

Las gentes sencillas, muy atadas a esas prácticas, no hací­an otra cosa que presentir la grandiosa concepción cosmogónica y naturalista que esta función milagrosa representaba.

En efecto, en la mayorí­a de los antiguos relatos sagrados de la humanidad, todo en el universo nací­a siempre del encuentro y la sí­ntesis de un principio masculino y un principio femenino. Así­, la Tierra, virgen en su origen, fue fecundada por los rayos del sol, y es gracias a esta acción bienhechora que pudo dar vida a todo lo que existe, la Naturaleza y la Humanidad. Desde entonces, sin caer no obstante en un politeí­smo primitivo, los antiguos hicieron de la tierra, de la Diosa-Tierra, la representación simbólica del gran principio femenino de todas las cosas, y del Sol, la del principio masculino por excelencia.

Este es el motivo por el que hemos notado, sin comprender siempre su profundo valor, que en todas las religiones en las que se venera a una Diosa-Tierra, siempre aparece indisolublemente asociado con ello un culto solar. Tanto entre los egipcios, como en el caso de los incas, los griegos o los celtas, no hay Diosa-Tierra sin Dios-Sol, su complemento indispensable.

¡ Estamos lejos, evidentemente, de esa concepción ingenua que veí­a en tales prácticas una adoración del sol de carácter idolátrico!

Por otra parte, una vez estudiadas con detalle, todas esas religiones aparecen claramente como monoteí­stas, e, incluso en la Biblia, frecuentemente pueden hallarse estas alusiones solares, estas comparaciones y asimilaciones simbólicas de Dios al astro irradiante.

¿Y nuestras Ví­rgenes Negras?

Pues bien, por curioso que pueda parecer a primera vista, en la mayorí­a de los casos y en plena Edad Media cristiana, esta representación solar está también asociada a nuestras efigies…Verdad es que, pasado el primer efecto de sorpresa, la lógica del pensamiento medieval imponí­a que ocurriera de ese modo, desde el momento en que se estaba convencido de que las Ví­rgenes Negras, no sólo remplazaban a las Diosas-Tierra, sino que, para sus autores, ellas eran Diosas-Tierra. Esta presencia solar aparece en ocasiones de una manera indirecta y sutil.

En algunos casos la Ví­rgen Negra se halla directamente colocada en un lugar antaño consagrado por los celtas a Belén. Ahora bien, Belén era el equivalente céltico del Apolo griego, es decir su “divinidad” solar.

Así­, la etimologí­a de Beaune indica la existencia de semejante centro sagrado; Toulouse poseí­a un lago de Belén y la abadí­a del Mont-Saint-Michel fue edificada antaño sobre el Mont Tombe, que para nuestros antepasados era la “Tumba de Belén”… Así­ ocurre también que Sara la Negra, que, en muchos aspectos, se relaciona con el culto de nuestras efigies, es venerada por los gitanos en Saintes-Mariesde-la-Mer, que antaño era la “ciudad de Rá”, consagrada al dios sol de los egipcios.

El toro, en las antiguas religiones, es simbólicamente el animal viril y solar por excelencia.

La leyenda del descubrimiento milagroso de nuestras estatuas asocia a él frecuentemente un toro (o un buey). Este animal es el que, arando un campo, desentierra la estatua, la hace surgir de bajo tierra, y la estatua se convierte en una fuente fecunda de beneficios para los habitantes del lugar. Lo mismo ocurre en Manosque, en Err, en Font-Romeu y en Prats de Molló, en los Pirineos Orientales, donde el toro “descubre” a Nuestra Señora del Coral en el hueco de un roble, el árbol sagrado de los druidas, significando “coral” en catalán la madera del roble que, una vez mojada, se vuelve negra como si fuera ébano… A veces, el toro es remplazado por otros animales, teniendo sin embargo el mismo valor simbólico viril, como el ciervo que dibuja en el suelo el plano de la iglesia del Puy o el león del milagro de Notre-Dame de l’Apport…

A mi juicio se trata de la misma indicación solar que justificó la atribución fabulosa de la creación de algunas de nuestras Ví­rgenes Negras (Rocamadour, Orcival, Marsella, Montserrat) al evangelista san Lucas, lo cual hizo establecer equivocadamente por parte del canónigo Perroud y algunos más una semejanza entre nuestras efigies y el Nicopeion bizantino. ¿Cuál es el emblema simbólico de san Lucas?
Una vez más, el toro (o el buey).

Con esta historia, los benedictinos y otros promotores del culto mataban dos pájaros de un tiro, puesto que Lucas (o Luca) designa en celta lo que es particularmente sagrado, y dado también que a veces aún se encuentran cerca de nuestras Ví­rgenes Negras las huellas conservadas de un bosque de Luca o una etimologí­a que se deriva de él…

Un toro “inventando” la Ví­rgen Negra, o san Lucas “fabricando” la efigie, que será precisamente la madona de la vida y de la felicidad. Estas figuras simbólicas son sinónimas de la gran idea: el sol “fecunda” la tierra que engendra la Vida.

De este modo adquiere todo su sentido la expresión del Apocalipsis, “una mujer revestida de sol”, que san Bernardo, tan presente en todo el fenómeno del culto medieval de Nuestra Señora, utilizaba con predilección para designar a la Ví­rgen Marí­a.

Y por otra parte, esta concepción cosmogónica encajaba muy bien en todos aquellos hombres con la idea que se hací­an de Marí­a.

La Diosa-Tierra se convierte entonces en la Virgen que, por la propia acción de Dios, dará luz a un Hijo que, al mismo tiempo humano y divino, podrá salvar a la Humanidad, regenerarla, darle vida espiritualmente y, por lo tanto, aportarle “la salvación”. Y, si bien Jesús nace de Marí­a, con frecuencia encontramos en otras religiones ví­rgenes que engendran divinamente niños “divinos” como Khrishna, u Horus hijo de Isis, o “encantadores”, como el Merlí­n céltico nacido misteriosamente de una virgen. ¿Concepción herética, falsa desde el punto de vista religioso? Mi papel no es pronunciarme al respecto y, por otra parte, soy incapaz de hacerlo. Compruebo solamente que esta idea parece haber sido la de san Bernardo y de las minorí­as monásticas de la Edad media… ¿Un resto de paganismo aún no desarraigado, o piedra angular de un edificio espiritual iniciático?

¿Y el color negro?

Precisamente este color es el que se utiliza simbólicamente para representar esa tierra primitiva que, una vez fecundada, será fuente de toda vida…Diosa-Tierra implica color negro.

Isis, Cibeles y Deméter fueron con frecuencia representadas negras mientras que la Gran Bretaña conoció una Black Annis. En Efeso, en el templo de Diana, una de las siete maravillas del mundo, se veneraba una estatua negra de la Gran Diosa, hermana del Apolo solar, y resulta sorprendente descubrir que es precisamente en í‰feso donde la Virgen Marí­a vivió tras la muerte de Jesucristo, y que hay una tradición que sitúa allí­ su Asunción, denominándose en turco el lugar mismo en que ello ocurrió karatchalti, es decir, exactamente “la piedra negra”.

En los Pirineos, en España, en Portugal y sin duda en otros lugares, se encuentran aun esas misteriosas piedras negras de origen inmemorial e indeterminado que son veneradas e invocadas por las mujeres para obtener la fecundidad.

Cuando los españoles invadieron México llevaron con ellos el culto de una Ví­rgen Negra, Nuestra Señora de Guadalupe. Vuelto católico México, esta Virgen destronó oficialmente al “dispater” mexicano que era una piedra negra lisa. En La Meca, el objeto religioso por causa del cual los musulmanes del mundo entero emprenden el famoso peregrinaje, culminación de su vida de creyentes, es una piedra negra que constituye un sí­mbolo de fecundidad y de fertilidad. Según Saillens, el í­dolo más antiguo de Hedjaz era una piedra negra, volcánica y meteórica, denominada la Kaaba, es decir, literalmente “la muchacha de senos muy desarrollados”, y, en un sentido más amplio, la Núbil, la Virgen que será fecundada… Desde hace siglos, está insertada en uno de los ángulos exteriores de un templo antaño consagrado, según se cree, a Saturno. Cuando Mahoma apareció, los árabes cristianos habí­an asociado a aquel templo unas imágenes de la Virgen Marí­a, entre otras representaciones sagradas de
todas las tribus que frecuentaban la peregrinación. Los escritores de Bizancio pensaban entonces que la piedra representaba a Anáhita, es decir, Astarté, el Lucero del Alba, Afrodita o Venus…

Mahoma hizo desaparecer todas las imágenes y todos los í­conos, pero no se atrevió a tocar la piedra negra venerable. í‰sta fue entonces incorporada a la religión musulmana, y su fiesta, la de Venus, se ha mantenido sagrada.

Así­, nuestros escultores medievales, al emplear a propósito el color negro, subrayaban de la manera más clara que la Virgen Negra era para ellos al mismo tiempo la Marí­a cristiana, la Diosa-Tierra céltica y la Isis egipcia situándola dentro de una concepción religiosa iniciática universal del gran principio femenino del Universo, fuente de toda vida terrestre y a la vez de toda religión, origen de la vida de las almas…Sin duda, como cristianos, tení­an en la mente la frase del Cantar de los Cantares, tan estudiada por sus contemporáneos eruditos, “Soy negra y, no obstante, soy bella”, cuya significación real hay que buscar en otra parte.

Este color que, como es sabido, nunca fue dado a otra estatua que no fuera de la Virgen (salvo a santa Ana, madre de la Virgen, la madre de la madre, en un vitral de Chartres, por ejemplo, aunque de una manera muy excepcional) se justificaba ya por ese grandioso simbolismo a la vez naturalista y religioso, que muestra y confirma claramente el estado del pensamiento espiritual de los hombres de la Edad Media.
Pero, además, tiene una significión alquí­mica muy concreta, que, por otra parte, es solamente una aplicación en el terreno cientí­fico de esta concepción cosmogónica que acabamos de evocar.

Los especialistas han conseguido, en lí­neas generales, descifrar suficientemente los viejos libros mágicos alquí­micos para descubrir las grandes lí­neas de las operaciones a que se entregaba el alquimista para alcanzar los supremos objetivos que se habí­a fijado, limitándose este conocimiento en la mayorí­a de los casos a las operaciones externas sin llegar a descubrir los materiales básicos sobre los que trabajaba, los únicos que permitirí­an lograr los resultados. Sabemos que la primera y más larga de las tareas consistí­a en fabricar la famosa “piedra filosofal”, elemento sin el cual ninguna de las operaciones siguientes podrí­a ser ejecutada satisfactoriamente.

Para llegar a fabricar la piedra filosofal era preciso ante todo recoger una “materia primordial” que los alquimistas describen ligeramente, pero sin indicar por supuesto su nombre. Esta materia primordial, este tema de la obra, debí­a ser una sustancia negra, pesada, quebradiza, desmenuzable, semejante a una piedra, pero poseedora, sin embargo, de unas caracterí­sticas vegetales, un elemento corrienre, gratuito, que estuviera a la disposición de todos y del cual nadie sospechara sus propiedades, convenientemente utilizadas…

Como el sí­mbolo de la Diosa-Tierra, la materia primordial del alquimista es, así­ pues, negro, y los viejos escritos la consideran como la propia naturaleza femenina. Múltiples operaciones misteriosas, que exigen del alquimista meses, cuando no años, de trabajo, deben permitir, a través de diversos encantamientos, putrefacciones y sublimaciones, y gracias a la acción de una misteriosa “agua mercurial” y de un no menos misterioso “fuego secreto”, transformla poco a poco en esa materia noble que permitirá todas las transmutaciones, en la piedra filosofal.

Ahora bien, tal como escribió el alquimista benedictino Basilio Valentí­n, en el vocabulario gráfico de los hermetistas el agua mercurial indispensable para la fabricación de la piedra filosofal, que “trabajará” la materia primordial negra, es denomina leche de la virgen. Además, la piedra filosofal finalmente obtenida es comparada, en el mismo lenguaje, con el niño. No resulta asombroso, pues, que la alegorí­a de la “lactancia” de san Bernardo, es decir, su iniciación, se produzca justamente en presencia de una Virgen Negra.

Los alquimistas escriben que esta materia primordial negra habrá que ir a buscarla bajo tierra, en la mina, en los yacimientos metalí­feros, lo que ellos traducen esotéricamente: en el “sexo de Isis”…Por otra parte, ¿acaso el único origen verosí­mil de la palabra “alquimia” no es el antiguo nombre de Egipto Al Jemit, es decir, exactamente la tierra megra.

A partir de ahí­, el simbolismo alquí­mico del color negro de los rasgos de nuestras estatuas se hace singularmente patente. Este simbolismo reforzado también por el que podrí­a deducirse del color dado a los vestidos de las Ví­rgenes Negras, a condición de que puedan encontrarse indicaciones fidedignas acerca de su policromí­a antigua, lo cual ya no es posible más que para algunas de ellas.

En la actualidad, la mayor parte están cubiertas con ropas recientes, hechas de tela, carentes de interés, y todas han sido repintadas en diferentes épocas.

No obstante, en los casos en que hallamos descripciones antiguas, vemos que, en su origen, los vestidos pintados en la misma madera de la estatua o sobre las cintas después del encolado eran de tres colores, a saber, azul, blanco y rojo. Los artesanos de la Edad Media no hací­an nada porque sí­, y los colores no eran elegidos para “hacer bonito”, sino en función de la representación de una idea teniendo cada color un impacto simbólico preestablecido, pudiendo ser combinado con otro sólo bajo ciertas reglas y estando proscrito para la decoración de un tema que no estuviera en relación directa con el valor que se le atribuí­a.

Nosotros, que apenas pensamos ya en términos de alegorí­as, que no estamos ya introducidos en el mundo de los sí­mbolos, volvemos a encontrarnos con pena en esta especie de diccionario de las concordancias de colores de una extraordinaria complejidad que era rigurosamente impuesto a los antiguos en todas sus representaciones.

Sin entrar aquí­ en un estudio profundo de la correspondencia simbólica del rojo, el blanco y el azul, así­ como la que resulta de su combinación, dejo constancia solamente, como de algo particularmente interesante, de la comparación que puede efectuarse con los colores que el alquimista pretende encontrar con ocasión de sus preparaciones.

Sabemos que, en lo esencial, las operaciones alquí­micas consistí­an en hacer pasar la materia primordial, sustancia negra, a través de todo tipo de operaciones complicadas, al estadio de piedra filosofal, de “catalizador” que permite la gran transmutación. De los tratados alquí­micos se deduce que la materia primordial pacientemente transformada se coloreaba de diversas maneras durante las operaciones constitutivas de la gran obra, pero que, más allá de los matices, fundamentalmente eran tres los colores que dominaban claramente a los demás, a saber, el negro, el blanco y el rojo. Al negro se le asimilaba frecuentemente el azul oscuro, el azul noche, que representaba la putrefacción primera por la cual debí­a pasar la materia. El blanco correspondí­a la fase siguiente, que era la de la purificación de la materia, mientras que el rojo simbolizaba el fuego y la rubificación gracias a la acción del “fuego secreto”; éste era el color último, el del éxito de la obra.

Como, por añadidura, los vestidos de las Ví­rgenes Negras estaban a veces adornados con motivos dorados, y como ellas llevaban frecuentemente joyas y accesorios de oro, vemos que, con exclusión de los demás, todos los colores principales de la gran obra se encuentran simbólicamente reunidos en la policromí­a de la estatua. Al representar, sin duda alguna, el color negro asociado a los rasgos de la Madre y del Hijo, la materia primordial, los colores, blanco y rojo serí­an las tres transformaciones por las que pasa la materia durante la obra, y finalmente el color dorado, el del metal puro obtenido al término de la transmutación de los metales vulgares, serí­a el sí­mbolo de la perfección iniciadora.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario