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jueves, 17 de julio de 2014








MAL DE OJO


“Hay miradas que matan”, dice una expresión popular. Se trata, sin duda, de lenguaje figurado, de una manera de referirse metafóricamente a esas miradas que se lanzan cuando uno desea, por cualquier motivo, que su interlocutor desaparezca en un instante. “Le fulminó con la mirada”, se dice también para que no quepa duda sobre la intención, consciente o no, que alienta tras esa forma de mirar. Pero ¿se puede realmente matar con la mirada? 

Para el escritor del siglo XVIII Jacques- Albin-Simon Collin, más conocido como Collin de Plancy y autor del famoso Diccionario infernal, la respuesta es, categóricamente, sí: se puede matar con la mirada. En su citada obra, Plancy recoge tradiciones y creencias que así lo aseguran, afirmando, por ejemplo, que las brujas de Iliria, en la costa adriática, eran tan poderosas que “embrujaban terriblemente a los que miraban, llegando a matar si miraban muy fijo”. 

En general, se atribuye este poder a todas las brujas, y de las italianas en concreto Plancy afirma que les bastaba una sola mirada para “comerse el corazón de los hombres y el interior de los melones”, equivalencia realmente sorprendente pero que, en cualquier caso, no parece fomentar la buena salud de quien recibe esa intensa ojeada. La creencia en el poder de la mirada para provocar, entre otros males, la enfermedad y la muerte, viene de muy antiguo. Es el temible mal de ojo, del que ya se quejaba Virgilio, poeta latino del siglo I a.C., cuando exclamaba en unos versos de su obra Las bucólicas: “No sé qué ojo aoja a mis tiernos corderos”. 

Y es que ese maleficio instalado en la mirada puede causar mil desventuras allí donde se posa, agostando campos, enfermando al ganado y provocando muy diversos efectos sobre las personas. Entre otros, el de anular por completo su voluntad, dejándolas a merced de quien así las ha aojado. De esta materia sabían mucho los severos inquisidores que, a finales de la Edad Media, lidiaban con los diabólicos manejos de las brujas. En el siglo XV los monjes dominicos Jacobo Sprenger y Heinrico Institoris redactaron el Malleus maleficarum, conocido también como Martillo de las brujas, algo así como el manual del perfecto inquisidor. En sus páginas instruyen a los jueces del Santo Oficio para que no caigan en las muchas trampas que las hechiceras ponían en funcionamiento al objeto de librarse de cualquier condena. Una de las tretas utilizadas era la de pedir inocentemente a sus carceleros que les permitieran echar una ojeada a los miembros del tribunal antes de que se celebrara el juicio. Ese breve vistazo, echado desde un lugar discreto que las mantuviera ocultas, bastaba. “Si conseguían hacer tal cosa –explica el texto–, el juez y sus asesores se sentían enajenados en su corazón hasta tal punto que con ello perdían toda su indignación (...) y no se atrevían a hacerles ningún mal, dejándolas irse libres”. Habían sido aojados, hechizados por el mal de ojo de la astuta bruja que había anulado de ese modo su voluntad. 

Tan grande era el miedo que los jueces tenían al temible aojamiento que los autores del libro, además de exhortar a los guardianes para que nunca permitieran a las acusadas la previa contemplación del jurado, recomendaban que “la bruja fuera introducida en presencia del juez caminando de espaldas”, de manera que nunca tuviera a los miembros del tribunal bajo su peligrosa mirada. 


El veneno de la envidia 



En cualquier caso, de las brujas es lógico esperar lo peor, ya que son profesionales del hechizo y la maldad y, según la antigua tradición, cuentan con la ayuda experta del Diablo para realizar sus hazañas. Pero lo curioso del mal de ojo es que la mirada dañina puede proceder de cualquier persona, bruja o no, causando estragos incluso cuando el que mira no desea producir daño alguno. Toda mirada transporta, inevitablemente, las emociones de quien mira, sean estas de afecto o desafecto, de placer o disgusto. Ira, envidia, odio y todas las pasiones comunes a los humanos viajan empujadas por la vista rumbo a sus destinatarios, a los que infecta con su contenido. El mecanismo es automático, sin que medie necesariamente la voluntad de quien mira. El mundo se convierte así en un entrecruce infinito de miradas venenosas, del que uno puede ser víctima involuntaria como el que resulta atropellado por un coche al atravesar la calle. Y es que toda mirada, por inocente que sea, va cargada de alguna intención. Plutarco, en su obra Vidas paralelas, escrita alrededor del año 100, advertía ya de su peligro incluso para uno mismo. Cualquier persona, afirmaba, puede dañarse de forma puramente accidental por mirarse en el espejo en el momento inadecuado. Si se enfrenta al espejo cuando su ánimo está embargado por la ira o el odio, esa malquerencia que emerge de sus ojos rebota en la superficie reflectante volviéndose contra ella, que resulta así aojada por su propia mirada. Los autores antiguos parecen coincidir en que, de todas las malas intenciones que anidan en el corazón humano, la envidia es la más común. Sentir pesar por el bien ajeno parece sensibilidad generalizada, y mirar con envidia a quien posee aquello de lo que uno carece es un mecanismo tan natural como involuntario. La fea envidia a la guapa por su belleza, el pobre al rico, la soltera a la casada, la estéril a la madre prolífica, el fracasado al que triunfa, el de baja estatura a quien es alto, la morena a la rubia y viceversa... En fin, ya lo pregona el añejo refrán: “Si la envidia tiña fuera, ¡cuántos tiñosos hubiera!”. De ahí que el aojo abunde. 

Heliodoro, en el siglo IV, lo razonaba de la siguiente manera en su obra Las etiópicas: “No hay que sorprenderse, por lo tanto, de que algunos lleguen a aojar a quienes más quieren y a quienes mejor quieren, pues son envidiosos por naturaleza, y la causa de que obren así no es su voluntad sino su intrínseca manera de ser”. Así, el codicioso no puede evitar mirar al rico con envidia: forma parte de su intrínseca manera de ser. Los moralizantes comentarios de los bestiarios medievales terminaron de acuñar la relación indisoluble de la envidia con el mal de ojo. En el Bestiario de Cambridge, del siglo XII, se alude a la envidia como “mal de ojo que abrasa”. 


Talismanes contra el mal de ojo 





Dado el intenso tráfico de miradas malintencionadas que entrecruza el mundo, no es extraño que el ser humano haya buscado la forma de protegerse y evitar el daño que provoca el mal de ojo. Como ya hemos visto, el uso del espejo que devuelve la mirada a quien la envió es uno de los sistemas más prácticos. La femenina costumbre de adornarse con objetos de vidrio, espejitos y metales reflectantes procede de esta creencia. Algunos colgantes en concreto, como el creciente lunar de oro o plata conocido como lúnula, nacen con este exclusivo propósito. Etruscos y romanos lo colgaban como defensivo amuleto incluso en los arreos de los caballos. Una de las leyes principales de la magia operativa establece que lo semejante influye sobre lo semejante, de manera que contra el mal de ojo es bueno utilizar el mismo símbolo del ojo convertido en benéfico talismán. La leyenda cuenta que la propia cabeza de la Medusa, una vez arrancada del monstruoso cuerpo, terminó integrándose en el centro del escudo de la diosa Atenea, formando lo que se llamó el gorgonión y constituyendo un poderosísimo talismán contra el mal de ojo. El gorgonión se lleva hoy en llaveros, colgantes y todo tipo de adornos con este fin protector.

En la cultura del antiguo Egipto, el emblema del ojo divino también constituía un eficaz amuleto y, conocido como udja, se sigue utilizando con la misma finalidad. En Mesopotamia, cuando se sacrificaba un cordero, se extraía uno de sus ojos y se conservaba en un pequeño recipiente de vidrio que mujeres y niños se colgaban como adorno protector. Para preservar de embrujamientos la casa recién construida, en Asia Menor colgaban de su puerta el ojo de algún animal, y era costumbre engastar ojos de comadreja y de lobo en anillos que se llevaban como defensa. Todo objeto cuya forma recuerde el diseño de un ojo se convierte en un amuleto válido, formando una larga lista que incluye la concha del caurí y la piedra de malaquita que los italianos conocen como pietra di pavone. Otra forma contra la cual el mal de ojo se siente impotente es la de la mano. Todo lo erecto y puntiagudo, como los dedos, constituye una referencia fálica que remite al poder de la vida y de la fertilidad, y esa es una fuerza ante la cual el aojo nada puede. Todas las culturas, desde la más remota Antigüedad, han utilizado el símbolo de la mano como talismán protector. Es muy conocido el símbolo de la higa o figa, la mano cerrada en torno al dedo pulgar cuya punta emerge entre el índice y el medio. Convertido en colgante, se vende hoy como amuleto reconocido contra el mal de ojo. También está la mano cornuta, con los dedos meñique e índice de punta y los demás plegados para formar una cuerna. En Oriente Medio y algunas áreas de la cultura islámica se utiliza la llamada mano de Fátima, con todos los dedos juntos y estirados. Para mayor efectividad, lleva un ojo en la palma. Y, aunque parezca mentira, también es eficacísimo talismán contra el mal de ojo la mano pantea, la poderosa mano derecha alzada con los dedos índice y medio estirados, característica del Cristo Pantócrator del arte bizantino y las ermitas románicas. 



¿Brujería o enfermedad? 

Para los autores del Renacimiento, más racionales en su enfoque, el mal de ojo entendido como hechizo brujeril se consideró pura superstición medieval y, en todo caso, arte diabólica, de acuerdo a lo que había establecido la Iglesia. Sin embargo, era indudable que ese mal existía, ya que el propio san Pablo, en su Carta a los gálatas, exclama: “¿Quién os ha aojado para no obedecer a la verdad?”. Como no era cuestión de llevarle la contraria al apóstol, los tratadistas consideraron que el aojo existía, pero se trataba de una enfermedad y no de un diabólico hechizo. Procedía, en concreto, de la famosa fascinación, definida como la acción de “dañar mirando con vista muy intensa”. A lo largo del siglo XVI, de la fascinación y aojamiento se ocuparon no las brujas y los hechiceros de siempre, sino destacados médicos, teólogos, clérigos y hasta catedráticos, como Antonio de Cartagena, que ejercía la docencia en la Universidad de Alcalá de Henares. En general, los autores reconocen el mal como una enfermedad venenosa, transmitida a través de los ojos en el cruce de miradas entre el que infecta y el infectado. Aunque procuran defender el carácter neutral de la mirada, no pueden olvidar del todo la mala intención de quien mira como verdadero motivo del daño causado. Para Antonio de Cartagena, médico del emperador Carlos V, el aojamiento era “una operación ofensiva y perniciosa de un hombre contra otro, cumplida de la sola vista con los ojos airados”. 

Parece, pues, que hay intención “airada” en esos ojos que miran, pero el doctor lo suaviza de inmediato para afirmar que quien aoja no lo hace por mala voluntad sino por “cualidad celeste” y por su “constelación maligna”. El aojador, por tanto, causa el mal, pero no por ejercicio del libre deseo de hacerlo sino porque la influencia de los astros así se lo impone. Es su destino aojar, como le ocurre al basilisco, y nada puede hacer para evitarlo. La farmacopea que diseñan los galenos renacentistas para curar esta enfermedad no se basa ya en los espejitos y las manos de higa, aunque no le va a la zaga. Los conocimientos científicos de la época todavía se apoyan en la sabiduría de los autores antiguos, y defienden la eficacia profiláctica de distintas piedras, como el balagio, el granate, el rubí y el jacinto. Álvarez Chanca, médico de la corte de los Reyes Católicos, admite incluso que si se graba en alguna de estas piedras la imagen de una serpiente, su poder curativo aumenta, y “llevadas en el dedo o de cualquier otra manera, preservan al que las lleva del aojo”. 

También detalla preparados que incluyen en su composición polvo de rubí, hierbas, pétalos de flores, testículos de leopardo y sangre de comadreja, pócima que debía darse a beber a la persona aojada. A veces, parece peor el remedio que la enfermedad. 


Cómo diagnosticar el mal de ojo 

Saber cuándo el enfermo estaba aquejado de mal de ojo y no de otra dolencia cualquiera exigía una fina sensibilidad clínica, y la mentalidad científica renacentista desarrolló unos curiosos sistemas de diagnóstico. El citado Álvarez Chanca recomendaba, por ejemplo, colocar sobre la cabeza del paciente un paño mojado con su propia orina. Si en el tejido aparecían manchas infectas, era síntoma claro de que el sujeto estaba aojado. Puede que esta interesante técnica de diagnosis convierta al doctor Álvarez Chanca en el precursor de los modernos análisis de orina. Existían otros procedimientos, como el consistente en colocar un orinal con agua sobre la cabeza del enfermo. En el recipiente se vertía una clara de huevo y, analizando las figuras que ésta formaba en el agua, se determinaba si el sujeto estaba aojado o no. También había sistemas para saber si el enfermo aojado iba a sanar o moriría sin remedio. El más interesante en este sentido quizá sea el que utilizaba una gallina como test de predicción. El procedimiento a seguir era el siguiente. Al paciente se le lavaba el pie derecho con agua de lluvia, que era posteriormente recogida en una palangana. Este agua se le daba a beber a una gallina que no hubiera puesto. Si el animal bebía sin hacer ascos, quería decir que el enfermo sanaría. Si, por el contrario, se alejaba de la palangana negándose a beber, era señal inequívoca de que el sujeto estaba aojado sin remedio y le esperaba la muerte. 



La descuidada muerte de Perseo 



Cuando el heroico Perseo cortó la cabeza de la Medusa, descubrió con asombro que el poder mortal de sus ojos continuaba funcionando con la misma maligna eficacia que cuando el monstruo estaba vivo. 
Inmediatamente la guardó en el fondo de un zurrón, sabiendo que se había hecho dueño de un arma invencible. A partir de entonces, cada vez que era atacado sacaba de la bolsa la cabeza de la Medusa y “apuntaba” su rostro monstruoso hacia el enemigo. Enfrentados a la mirada petrificadora de la Gorgona, los atacantes se quedaban literalmente “de piedra”. De hecho, el héroe dejó su camino artísticamente decorado de pétreas estatuas. Sin embargo, fue su confianza en este arma invencible lo que le costó la vida. Al parecer, aunque estaba profundamente enamorado de su esposa Andrómeda, terminó enemistándose con su suegro, Cefeo. 

Un día, resuelto a terminar con ese enfrentamiento, metió la mano en el zurrón, sacó la fatal cabeza y la puso frente al rostro de su suegro. Por desgracia, la ira tenía al héroe tan ofuscado que le hizo olvidar que Cefeo era ciego y, por tanto, inmune a la mirada mortal y roqueña de la Gorgona. 
Sorprendido de que su arma infalible no surtiera efecto, Perseo miró el rostro de la Medusa para ver por qué no funcionaba. Fue un descuido letal: sus ojos se enfrentaron a los del monstruo, y murió de inmediato, convertido en piedra y haciendo bueno el dicho de que quien a hierro mata, a hierro muere. 




El poder preventivo de la saliva



Siempre se ha dicho que tener descendencia hace a los padres afortunados, y que los hijos son una bendición. Por ello, la maternidad ha sido objeto de envidia en todas las épocas, igual que la salud del retoño recién nacido. 

Ya se sabe que envidia y mal de ojo vienen a ser lo mismo, por lo que la sabiduría popular ha echado mano de numerosos recursos para proteger del maleficio a los 
indefensos infantes. Uno de los más originales se basa en el poder preventivo 
de la saliva, similar al del agua de las fuentes curativas. 

En algunas zonas de la Irlanda rural todavía es frecuente que la comadrona escupa sobre el recién nacido en el momento de su llegada al mundo, protegiéndolo así 
de todo mal. 

Lo mismo hacían las visitas que acudían a felicitar a los felices padres: escupían sobre el bebé como gesto de respeto y protección. En el área mediterránea se daba por sentado que todo elogio oculta un fondo de envidia, y en Córcega y Cerdeña no se podía ensalzar la belleza del recién nacido sin escupir acto seguido sobre él. De no hacerlo así, se creía que el niño quedaba inmediatamente aojado. En Nápoles, las nodrizas eran más previsoras y escupían sobre todas las personas que entraban de visita en la habitación donde estuviera el niño antes de que tuvieran tiempo de decir una palabra. 
Y en Sicilia, bastaba que una mujer de dudosa reputación tocara o abrazara a un chiquillo para que la madre escupiera inmediatamente sobre él, evitando de esta forma el daño del posible aojamiento. 

Coral rojo: el mejor amuleto 


El coral rojo es uno de los mejores amuletos contra el mal de ojo. El motivo 
de su poder radica en que, según la tradición, el coral es la sangre petrificada de la Medusa de mirada mortal. Todavía hoy es frecuente regalar a los recién nacidos algún adorno de coral para preservarlos del mal de ojo. 




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