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viernes, 11 de julio de 2014






Nostradamus 

De profeta a cocinero


Es sabido que en la tradición culinaria francesa, desde tiempos lejanos, los hombres consideraban objeto de su interés los altos vuelos de la preparación culinaria. Por eso no es tan extraño que al mismo tiempo que hacía públicas diversas profecías, Michel de Nostre-Dame, más conocido como “Nostradamus”, el médico que combinaba la medicina con la astrología, preparara un completísimo Tratado de las Confituras, que terminó en 1552.

Los secretos de la preparación de los alimentos, alquimia cotidiana que asegura la vida, se guardaban en tiempos pasados con más celo que hoy. Esto era aún más cierto en lo que respecta a aquellas recetas, como las jaleas y confituras, que prolongaban la vida útil de los productos, pudiendo convertirse en única forma de sostenimiento en épocas de hambrunas o de pestes.

Los alquimistas fueron herederos de una teoría antigua, que coloca lo dulce en el centro del contacto entre el hombre y la naturaleza. Así, la cocina alquímica le da gran valor a la miel (y luego al azúcar), como líquido portador de sabores y como fluido solar. En el prólogo a su obra sobre las confituras, Nostradamus manifiesta ser el primero en revelar esos secretos, poniendo en evidencia el carácter ritual y místico de la cocción de golosinas.

En la obra se percibe la influencia de la tradición hispano-árabe, lo mismo que la de sus antepasados judíos, de la tribu de Isácar.

De antiguas tradiciones

El uso del azúcar fue introducido en España por los sarracenos, quienes sembraron plantaciones de caña en distintos lugares de Al-Andalus. Por esa razón, los españoles comenzaron a utilizarlo con anterioridad al resto de Europa. En las grandes casas, el azúcar se guardaba junto con las especias y se mantenía bajo llave. Su valor era alto y se le iba dando a los cocineros en raciones muy pequeñas.

La influencia de los moros, a través de España, se pone muy de manifiesto en varias recetas que nos brinda Nostradamus. Muy detallada es su preparación del que llama ‘pignolat’ o ‘turrón de España’, antecesor del que hoy es golosina típica de aquellas tierras ibéricas. También hay influencia árabe en sus mazapanes (‘faludaj’, para los moros).

Entre los variados dulces cuyos secretos revela él, está el de ‘azúcar cande’. Recordemos que la caña de azúcar, originaria de la India, se desarrolló primero en Persia, que la llevó hasta sus confines imperiales, incluyendo la cuenca mediterránea. En Beluchistán, en los siglos X y XI, se producía un azúcar llamado ‘khayendi’, para masticar, cuyo nombre se transformó luego en ‘azúcar cande’ (de ahí la palabra inglesa ‘candy’, para confite). Era un azúcar cristalizado, que fue introducido por los moros en Al-Andalus y que se puso de moda también en Génova y Venecia en tiempos del astrólogo francés.

Otras recetas de frutas confitadas que nos ofrece el vidente barbado, son con nueces, almendras y limones, cerezas y guindas, y, en lugar preferencial, la de pétalos de rosa. Eso sí, no se crea que se trata de usar cualquier rosas; han de ser aquellas cuyo perfume recuerde las de Arabia, las de la ciudad de Ipashán, o las del Valle de las Rosas de Bulgaria. Queda claro también que para que la confitura tenga toda la esencia alquímica de la rosa, hay que cortar las flores por la mañana, antes de la salida del sol, cuando todavía están perladas de rocío, materia prima, como sabemos, para la búsqueda de la piedra filosofal o del oro potable.

Por Nostradamus nos enteramos que, hasta entonces, la producción de esos dulces estaba exclusivamente en manos de los boticarios. Su deseo fue darlas a conocer “al común popular, para las damas ávidas de saber y para toda clase de gente”.

El científico costarricense Clorito Picado decía que cada laboratorio es una cocina, y cada cocina, un laboratorio. Esto fue bien cierto para Nostradamus, dedicado alquimista, que no desdeñó meterse entre las ollas para heredar a la posteridad sus profecías de la buena mesa.

Confitura de rosas de Nostradamus

Ingredientes
350 gramos de pétalos de rosa.
1 1/4 cucharada de agua de rosas.
3 limones agrios.
1 kilo de azúcar.
1/4 de litro de agua.

Preparación

Deshoje las rosas y deseche la cuña blanca de la base de los pétalos. Lávelos en un colador, bajo el chorro de agua fría. Póngalos a remojar varias horas, también en agua fría, con unas gotas de agua de rosas y el jugo de dos limones. Cuando el agua tome color, cuele los pétalos y resérvelos.

Prepare un jarabe con el azúcar y un cuarto de litro del agua, hasta alcanzar el punto de “pequeño perlado” (se ve por las pequeñas burbujas que estallan en la superficie).

Lleve a ebullición y agregue poco a poco los pétalos de rosa, cuidando de separarlos para que no se peguen. Deje hervir a fuego lento por unos veinte minutos, agregue el jugo del otro limón y una cucharada sopera de agua de rosas. Deje hervir unos minutos más, hasta alcanzar la consistencia deseada; retire del fuego y envase.

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